Hebert Gatto. Portada Columna Opinión

Escribe: Hebert Gatto. Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, ensayista, presidente de Honor del Partido Independiente.

Pese a que una parte significativa de los latinoamericanos adolece de un marcado desinterés por la democracia, el Uruguay sigue liderando, con un 69% de su población, su apoyo a la misma. Una preminencia que se mantiene desde que se efectúan mediciones. Por detrás nuestro aparece Argentina con 62% de aprobación, seguida por Chile con 58% y Venezuela con 57%. Además, somos el país que menos golpes de estado soportó desde comienzos del siglo XX hasta el presente.

Ante la aserción que la “democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno” los orientales no dudan, más de dos tercios de la población la prefieren a cualquier autoritarismo, incluso cuando se les pregunta si circunstancias extremas pudieran justificar otro tipo de gobierno. Una actitud que no asumen nuestros vecinos continentales que en proporciones crecientes viven una suerte de recesión democrática, producto “de una década de deterioro continuo y sistemático de ella”. Esta declinación, si bien no necesariamente se concretó en gobiernos dictatoriales, abrió paso a regímenes inestables, con frecuentes enfrentamientos entre los poderes del estado y horadados por la permanente corrupción. Al extremo que 20 presidentes en el período no terminaron sus mandatos. Un proceder impensable en el Uruguay que se manifiesta en el rechazo sin concesiones a todo lo proveniente de su dictadura militar y al constante reclamo por la aparición de los restos de los desaparecidos, pasados más de cincuenta años de lo ocurrido.

Por más que ello no deba hacernos olvidar que en febrero 1973, luego de un largo desgaste institucional, un grupo que se aproximaba a la mayoría de la población y una parte del personal político partidario, incluyendo algunos partidos, optó por la dictadura cívico-militar, facilitando la debacle institucional. Aún cuando más tarde la mayoría rectificara esta aprobación. Por eso, frente a los actuales registros, los uruguayos tenemos razones para sentirnos gratificados. Sin ignorar, en este último período, una cierta intolerancia en las confrontaciones entre gobierno y oposición, que ha contribuido a erosionar la unidad nacional, los uruguayos siguen manifestando un grado de adhesión a sus instituciones similar al de los países europeas, aun estando lejos de su bienestar material. Y esto, pese a que el “gobierno del pueblo”, más allá de las periódicas sustituciones entre partidos, se suele asociar con naciones como las nórdicas, donde sus niveles de vida, tanto en el plano económico como en el social, facilitan confiar en ella.

Con todo, más allá del orgullo de habitar un país como el nuestro, que valora sus instituciones, es necesario honrar la constitución como una hazaña de nuestra cultura cívica basada en el reconocimiento del pacto que los orientales plasmaron en su Constitución, hace más de ciento noventa años. Sin su compromiso, sin la arraigada convicción que las constituciones no son un listado de banalidades, ello no sería posible. Lo que no significa que pueda descuidarse el “patriotismo constitucional”. De la Alemania de Weimar, con su avanzada carta, al feroz totalitarismo nazi, solo mediaron unos pocos meses. Un brusco cambio en el sentir ciudadano que consagró el peor oprobio del siglo XX. Si no alcanzara, basta reparar lo ocurrido en Estados Unidos, donde durante el reciente gobierno de Trump, la institucionalidad peligró, en una nación que siempre hizo un culto de su forma de gobierno. Por ello no cabe descuidarse, hacerlo constituye un peligro que, como una pesadilla mundial, amenaza con reiterarse, alentada por millones de votos.

En este sentido, aún medida solamente desde la óptica de nuestro devenir interno, la democracia uruguaya no está libre de amenazas. El marcado deterioro educativo que soportamos, presente cada vez que lo medimos, no contribuye a la fortaleza de nuestros principios jurídicos básicos. Aquellos que basados en la igualdad y autonomía de los seres humanos sostienen una convivencia civilizada. Menos todavía lo hacen quienes, ante la sanción de una ley que no les agrada, como es el caso de la reciente reforma previsional, pretenden derogarla, apelando para ello a la reforma de la carta. La forma más sencilla de convertir un conjunto armónico de principios de jerarquía superior en preceptos legales aislados, aptos para ser anulados, según los cambiantes humores de los ciudadanos. Todo ello para peor, pretendiendo desconocer su jerarquía normativa, con exenciones, absurdas limitaciones y hasta edades mínimas para jubilarse, convirtiéndola en una inconexa masa de derechos. Aplicando la misma lógica nada impediría a estos “demócratas” suprimir al Parlamento o introducir la monarquía de mandato divino. Una forma sutil, acatando las formas, de destruir el orden normativo que la carta prescribe.

Lo grave es que estos desvaríos no emanan solamente de la mente calenturienta de algunos grupúsculos que, en aras de sus anacrónicos dogmas, pretenden levantar nuevas configuraciones de las relaciones políticas, como el asambleísmo puro y duro, al que confunden con la democracia directa. Lo grave de esta “revolución constitucionalista” es que quienes la empujan son los sindicatos, que en el Uruguay combinan sus competencias específicas de defensa de sus representados, con prácticas políticas populistas. Tanto en sus gremios particulares como en su central. Munidos de ambas se consideran habilitados para decidir que debe producir el Estado. ¿Con cuántos funcionarios? ¿Qué disciplinas enseñar? ¿Como distribuir el agua potable? O, en síntesis, ¿cómo hacer funcionar sus instituciones? Tal como si gobernaran. No advierten que esos excesos en sus cometidos, agravados con la colaboración de la izquierda política, los transforma en organismos corporativos, nacidos en el seno del más puro de los fascismos. Más todavía cuando sus indebidas reivindicaciones, se apoyan en medidas de fuerza si son desoídas.

No asumir estos desbordes, no comprender que, en una democracia la política funciona por carriles diferentes a las gremiales y que sumar ambos campos no contribuye a su funcionamiento, es su pecado más grave. Es cierto que quizás la raíz última de tales colisiones oculte el enfrentamiento entre el arraigado colectivismo de la izquierda uruguaya y el espíritu liberal de sus contendientes. Tal como si el tiempo se hubiera detenido. Aún si así fuera, la democracia descansa no en la imposición sino en la confianza y adhesión a sus instituciones por parte de los ciudadanos. En el orgullo de crearlas y defenderlas sin bastardearlas. La democracia no admite huelgas para sancionar leyes. Constituye un complejo en gran medida psicológico, que se quiebra tan pronto su apoyo se debilita. Felicitémonos entonces por nuestro lugar en la escala interamericana, pero mantengamos conciencia que la democracia es, sobre todo, un sentir ciudadano, tan perecedero como un estado de ánimo. Tan frágil como son los sentimientos humanos.

  • Esta columna fue publicada también en el diario «El País»