Hebert Gatto II. Portada Columna Opinión

Escribe: Hebert Gatto.

Lo previsible está sucediendo, la pandemia se expande. Se argumenta, y es cierto, que no es la más grave que haya sufrido la humanidad. La peste negra de mediados del siglo XIII, con el antecedente de varias epidemias anteriores, arrasó con la vida de millones de personas en Europa. Una cantidad que transportada a nuestro siglo, supone la muerte de más de tres mil quinientos millones de seres humanos, una proporción de ellos que probablemente terminaría con la civilización, al menos con la actual. Con menores porcentajes de contaminados, pero mucho más cerca en el tiempo, y con características parcialmente similares, transcurrió la denominada “gripe española”, que a fines de la primera guerra mundial mató a más de cincuenta millones de personas. O más cercanamente todavía con el Sida, el Ébola, o la peste porcina.

Afortunadamente no es esto lo que está sucediendo. Los técnicos parecen contestes en que el grado de morbilidad, salvo para pequeñas poblaciones en riesgo por longevidad o antecedentes patológicos, no alcanza grandes magnitudes y el desarrollo de la dolencia es en general benigno. Lo que la asemejaría a una gripe común. Pese a ello siempre existe el riesgo de una mutación negativa, o del eventual desborde de los servicios asistenciales, dada su importante velocidad de propagación, lo que aparece como la mayor preocupación de los gobiernos. Lo que esta vez resulta distinto, lo que cambia el escenario, es el contexto civilizatorio en que esta pandemia se desarrolla, incluso respecto a epidemias recientes, más concentradas poblacional y geográficamente.

El aislamiento biológico nunca fue completamente posible como lo prueba que la peste negra medioeval, de origen chino, a la postre alcanzó a Europa. Lo que sí presentaban autonomía, originalidad y disparidad eran las grandes civilizaciones en la gran mayoría de sus rasgos relevantes, separadas por la geografía y por murallas de ignorancia y desconfianza recíproca. Ello era lo único que atenuaba la diseminación. El gran cambio, comenzado parcialmente por las religiones del Libro, no se generalizó hasta la revolución industrial, que modificó más de cuatro mil años de vida social atomizada. En esa instancia despertó el fenómeno de la globalización capitalista, hoy completada por el boom tecnológico, no sólo en sus aspectos económicos, que tan bien describiera Karl Marx, sino en los comunicacionales, sociales, culturales y sicológicos. Como advertía McLuhan vivimos en una “gran aldea” común, pese a la permanencia, a veces agresiva, de los nacionalismos. Y es en medio de este contexto de recompensas y angustias compartidas, que irrumpe esta peste. Con ella miedo e impotencia se expanden, la inmoralidad y el altruismo coliden y economías nacionales, débilmente institucionalizadas pero fuertemente relacionadas, se derrumban por igual, sin posibilidades ciertas de acciones coordinadas. Como si la maltratada naturaleza se rebelara y exhibiera su poder. Por eso, cuando tan necesario es derrumbar muros y comenzar la faltante globalización política, única forma de enfrentar racional y eficazmente pandemias o calamidades naturales generales, resalta la terrible falencia de seres como Trump, Bolsonaro o Johnson, apegados al parcelado mundo de ayer.