Escribe: José Rilla. Profesor e historiador.
Quince meses antes del ciclo electoral de 2019 muy pocos analistas y dirigentes lograban estimar con precisión el conjunto de actores partidarios que competirían en las elecciones. Es probable que Lacalle Pou, derrotado en 2014, tuviera en la cabeza la idea de lo que sería mas tarde la “coalición multicolor”, la misma que Julio María Sanguinetti reclama cada tanto para su cosecha. Menos probable, me parece, es que antes de aquellos quince meses estuvieran plantadas todas opciones entonces opositoras: las tres novedades de la competencia, tal vez por esa condición, no figuraban en el libreto. Sartori era una desconocido funcional, pues amasaba fortuna: se metió poco mas tarde en las casillas de correo y en las contestadoras telefónicas de nuestras casas, prometió remedios gratis y regaló sonrisas de plástico; se filtró en un partido histórico y votó muy bien, aunque menos de lo que su inversión de millonario oportunista pretendía. Le hizo daño a la política y al Partido Nacional. Ernesto Talvi apenas despuntaba a la política, mientras salía de la comodidad del economista-consultor encarnando una rebeldía colorada animada por Jorge Batlle antes de su fallecimiento. Guido Manini Ríos era el comandante del Ejército del gobierno de Tabaré Vázquez, quien lo destituyó por sus declaraciones inconstitucionales en marzo de 2019.
Talvi cambió la estructura de la competencia, logró convencer a muchos votantes, colorados y no, de que era capaz de liderar una corriente de centro en su partido y de inaugurar desde allí la era post Sanguinetti. Duró un lirio, y su deserción a los cuatro meses de gobierno le hizo un enorme daño a su idea. Algún día, tal vez, conoceremos las razones y las formas que llevaron a Ernesto Talvi a abandonar su puesto en el gabinete y en la política, devolviéndolo, en Lisboa, a la vida de economista consultor.
Mientras se despojaba del uniforme (ya veríamos que no tanto) Manini reunió a un conjunto de convencidos militantes del nacionalismo, del soberanismo, del tradicionalismo, desencantados de todos los grandes partidos, en especial de colorados y blancos, envueltos en un artiguismo social y patriotero.
Desde un lenguaje “de orden” convocaban con puntería a sectores populares del interior, castigados por la crisis que se desató al final del gobierno de Vázquez, y a los militares (vagamente, “la familia militar”) preocupados por la disciplina social y por el avance de los juicios y procesamientos de quienes habían participado en la represión dictatorial. Manini lideraba bien ese arco, relativizaba la gravedad de la dictadura, festejaba a Bolsonaro y emulaba a Matteo Salvini en su retórica contra la inmigración: textualmente, “se acabó el recreo”.
Pero también duró un lirio. Metido en la colación multicolor Cabildo pudo haber madurado, transformarse en un partido político (algo mucho más arduo de lo que se cree), ampliar su base social y cultural más allá de la “familia militar”. Tuvo en sus filas un ministro de Salud Pública que acompañó razonablemente bien al país a través de la pandemia, un abogado constitucionalista de pensamiento ordenado y sereno, un Ministerio de Vivienda en la primera línea de fuego de las políticas sociales, unas bancadas parlamentarias nutridas, dispuestas, tal vez, a aprender de política negociada, cabildeo y de gestión legislativa. Perdió casi todo y si las encuestas de intención de voto tienen algo de razón su sobrevivencia está en dificultades serias. (Por las dudas agrego: bien sabemos que esta contingencia la pueden padecer todos los partidos y grupos políticos; “el tamaño” no es si no un indicador muy indirecto de una vigencia).
Ni chicha ni limonada, Cabildo no era la ultraderecha anhelada por una parte de las sobreactuadas izquierdas uruguayas, tampoco su costado progre (soberanía, populismo, antiglobalismo…) lograba seducir al MPP ni al MLN, tan familiarizados con la cultura militar. Menos aún colmó las expectativas de la conducción oficialista, que debió apagar y disimular múltiples incendios y llamar al cumplimiento de compromisos contraídos. Más recientemente, como quien oprime el botón eject, Cabildo ha incursionado en prácticas denigrantes de la política. Así, no puede o no quiere controlar a algunos adherentes a los que se les nota proclividad autoritaria y adhesión a la dictadura; desde su empinada posición ha incurrido en la corrupción y el amiguismo, ha mostrado capacidad de chantaje y de no muy refinado cultivo del estilo demagógico (perdonar deudas y juntar firmas, “defender jubilados”, encerrar drogadictos, hacer trabajar a los presos, volver a hablar de los “políticos corruptos” esta vez en sus tiendas, etcétera).
Salvo que el país se desbarranque sobre una pendiente de crisis y radicalización, lo que parece difícil por ahora, no hay espacio para esta formación política nueva que solo puede sobrevivir en situación extrema; es probable que su electorado vuelva a nutrir a los tres partidos tradicionales del Uruguay y que Cabildo quede como testimonio inquietante y desfasado de una historia que acaba de cumplir medio siglo.