Rosario Fagúndez. Portada Columna Opinión

Escribe: Rosario Fagúndez. Integrante de la Mesa Ejecutiva Nacional del PI, de la Mesa Ejecutiva Departamental de Canelones y de la comisión de Mujeres del Partido Independiente.

Nací y crecí, como tantos, en un barrio clase media baja de la capital. No tuve lujos, ni auto, ni caja de ahorros en un banco. Nada me faltó, nada me sobró.  Tuve si, ejemplo de padres y abuelos trabajadores. Tuve afecto, educación y familia. En un país con enseñanza y salud gratuitas, la única necesidad era la del techo propio. Aun transitando la época más oscura de nuestro país, logramos en cooperativa y por ayuda mutua construir nuestra vivienda. Ejemplo vívido de que hombres y mujeres con un sueño y organizados pueden crear, progresar, construir.

A mediados de los 70 poblamos nuestro barrio, Mesa 1, ubicado en la zona de Malvín Norte. Tuvimos policlínica, biblioteca, club deportivo, comité de jubilados y mucho más. Un alambre y cuatro postes separaron el barrio del asentamiento Usina 5. Al principio fueron unas pocas familias del interior sin garantías para alquilar que llegaban a Montevideo buscando mejores oportunidades. Luego, otra oleada de obreros expulsados de fábricas y talleres por un gobierno de facto que destruyó sus fuentes laborales.

Todos llegaron por un tiempo, hasta que las cosas mejoraran. Y mejoraron. Se sucedieron gobiernos democráticos, algunas crisis, pero también períodos de bonanza económica. Pero el asentamiento siguió creciendo.

De este lado del alambre los muchachos y las chicas estudiamos, nos empleamos, formamos nuestras familias y criamos tres generaciones. Del otro lado, a la vez, seis generaciones siguieron poblando una tierra arrasada, contaminada, gris. Sin árboles, ni plaza, ni jardines. Ni biblioteca, ni policlínica. Crecen chicos sin zapatos, perros flacos y bocas de droga. No hay viejos, la gente se muere joven ahí.  A 20 metros de donde otros nos quejamos por no cambiar el auto este año o no vacacionar en el exterior.               

Sin oportunidades, la pobreza se transformó en miseria. Y no les queda siquiera rebeldía para reclamar lo que merecen sólo por su condición de ser humano. Entonces los que nos golpeamos el pecho y nos declaramos impulsores de la justicia social debemos ser los rebeldes y los defensores de nuestros hermanos.  Los que nos creemos solidarios e inclusivos porque les damos ropa usada o algún mueble que molesta en el galpón.  Tenemos que seguir gritando fuerte, aun desde nuestro lugar en el gobierno, que estos uruguayos viven su propia guerra acá, al otro lado del alambre y desde hace más de 50 años.

Tenemos que seguir impulsando que la gente se junte para salir adelante. Porque no es bueno que los hombres y mujeres crezcan sin conocer la felicidad de conseguir objetivos por su propio esfuerzo. Desde el Estado se debe asistir, y desde el movimiento cooperativo impulsar, a estos compatriotas a unirse para forjar juntos su porvenir.