Pérez del Castillo. Portada Columna Opinión

Escribe: Gonzalo Pérez del Castillo. Consultor Internacional, presidente del Consejo Uruguayo para las Relaciones Internacionales (CURI) y secretario de Relaciones Internacionales del Partido Independiente.

Recientemente un estimado colega australiano, país donde viví muchos años, me comentó casualmente que a él le daba más o menos lo mismo si Australia era una monarquía constitucional, como lo es, o una República. Eso no le preocupaba. Por el contrario, tenía temor a que la creciente influencia de los países asiáticos en la región de Oceanía podía alterar el estilo de vida de los australianos y desestabilizar los valores fundamentales en los que se ha basado, hasta ahora, la convivencia en el país. Agregó que muchos australianos de origen asiático instalados en el país desde hace años, comparten este mismo temor. En Australia, la población puede estar más o menos satisfecha con el gobierno de turno que tiene, pero la dirección hacia donde el país transita no se cuestiona.

Es difícil que una democracia pueda funcionar, fortalecerse y perfeccionarse en un país cuya población no comparta, en rasgos generales, la idea de un país objetivo común. Resulta necesario que la población comparta una idea general sobre el tipo de país en el que desea vivir y en el que anhela que su descendencia viva.

Si tal objetivo común no existe, como en mi opinión, no existe en muchos países de América Latina, es prácticamente imposible que la democracia, como sistema político, sobreviva. Algunos pueblos de América Latina en los que he vivido no comparten el mismo país objetivo. Unos sueñan con un modelo de nación y otros con uno muy distinto.

Este país objetivo común debe ir más allá de algunas formalidades que todos aceptamos en teoría aunque luego no respetemos en la práctica. Por ejemplo, que se verifique una separación e independencia de poderes, que haya elecciones periódicas y que existan reglas de juego aplicables por igual a toda la población y dentro de ese marco, los ciudadanos puedan ejercer sus libertades.

Sostengo que la población del Uruguay tiene una idea razonablemente compartida del tipo de país objetivo que desea ser. La imagen está muy anclada en el pasado. Uruguay fue la Suiza de América y sus habitantes creen que aún posee las condiciones para volver a ser eso, o algo por el estilo. La idea matriz de un país pacífico, protector de sus ciudadanos (sin exclusiones), tolerante y progresista donde “naides es más que naides” es compartida, al menos hasta cierto punto, por la mayoría de la población uruguaya.

La democracia, como sistema político, funciona en base a que la mayoría gobierna y las ideas de las minorías se toleran y se respetan. Esto la diferencia de los regímenes autárquicos. Tanto las mayorías como las minorías las determina el pueblo y por lo tanto pueden cambiar. Lo que no puede cambiar, porque la democracia no lo tolera, es el país objetivo al que todos apuntamos.

La verdadera amenaza a la democracia viene de adentro. Es decir, cuando los ciudadanos llegan a un desacuerdo sobre el país objetivo al que aspiran. Nos pasó en Uruguay en los años sesenta y setenta del siglo pasado y eso culminó en una dictadura. Es lo que está ocurriendo nuevamente en muchos Estados de América Latina en la actualidad.

Me viene a la mente el caso de Chile, acaso el país con mayor fortaleza democrática en la región junto a Uruguay y Costa Rica. Este país, sin embargo, provee una clara ilustración de lo que estoy afirmando. Chile, cuyo golpe de Estado pronto cumplirá 50 años al igual que el nuestro, vivió previamente bajo un gobierno socialista, con fuerte injerencia del Estado en la economía, en el comercio y en el agro. Para muchos chilenos ese era el país modelo que no pudo ser porque sufrió el boicot de la clase dominante y luego el golpe del 11 de setiembre de 1973. Pinochet abrió las puertas al modelo económico de la Escuela de Chicago y apuntó con decisión a un objetivo de país radicalmente distinto. Ese otro modelo de economía libre tutelada por los militares tampoco pudo ser. Sin embargo, a diferencia del Uruguay, un alto porcentaje de la población siguió, y sigue, creyendo en él.

Muchos pensamos que los sucesivos gobiernos de la Concertación en el país transandino cumplirían el rol de colmar ese vacío y definir las grandes líneas de un país objetivo común. Por algún motivo, no resultó. Al cumplirse 50 años del golpe de Estado los uruguayos de todas las tiendas políticas rechazaron y condenaron ese fatídico día. No todos los chilenos compartirán el mismo sentimiento el 11 de setiembre de 2023.

En el Uruguay los votantes de los partidos tradicionales (la derecha) no son nostálgicos del golpe de Estado. Los votantes del Frente Amplio (la izquierda) no tienen como país objetivo ni la actual Cuba, ni Nicaragua ni Venezuela. Aunque los discursos de algunos líderes políticos puedan hacer creer otra cosa esa es, por fortuna, nuestra realidad.